lunes

Cuestión de soportar.

   Tengo recuerdos fijos de esos días, el viento frío que era característico del invierno santafesino arrasaba a su paso los últimos resabios, las pocas hojas secas que quedaban en las calles.
   Pero no recuerdo porque estaba en la calle, semi desnuda y con el cuerpo lleno de arañazos, y lo más extraño de esto era que nadie parecía notar las peculiaridades de mi aspecto. Todos pasaban a mi lado como si yo fuese invisible, casi como si estuviera muerta, pero de eso si estaba segura, yo aún estaba viva.
   Caminé sin sentido un largo rato por Av. Freyre, observando las vidrieras y como los autos corrían velozmente, como esas luces parecían aparecer y desaparecer sin seguir un patrón, y quizás sin ningún motivo.
   Pero esa caminata que no perseguía ningún objetivo acabó cuando reconocí la puerta de la casa de mi hermana, que salió a recibirme con la mirada perdida y una extraña palidez en el rostro.
-          Eh, pendeja, hace rato no venías por acá. Pasá.
   La casa apestaba a algo parecido a marihuana, sexo y aromatizante de ambientes. Me senté en la mesa de la cocina, e Irene vino hacia mí con algo que parecía ser un espejo en la mano.
-          ¿Qué es eso?
-          Un espejo
-          ¿Para qué?
   Lo puso sobre la misa y pude diferenciar 3 perfectas y finas líneas de cocaína, junto a un canuto de lapicera y un billete de 100, de los que mostraban flamante el rostro de Eva Duarte de Perón.
-          ¿Cómo podés soportar todo lo que te hicieron?
-          ¿Qué me hicieron? – Ella sólo me miró, con una mueca despectiva, aspiró una línea, y me entregó el canuto de lapicera.
-          Yo lo hago así…
   No podría decir cuántas horas pasaron desde ese momento y el siguiente que recuerdo, de encontrarme acostada, esta vez vestida, en una cama ajena y desconocida.
   Me levanté, caminé por la habitación, una extraña luminosidad llenaba el espacio; como una especie de éter.
   Llegué al living del extraño hogar, decorado con un gusto excéntrico, cuadros enormes de procedencia desconocida; retrataban a grandes mujeres desnudas siendo torturadas por hombres, con vestimentas dignas del siglo XVII.
-          Te despertaste, al fin. – La voz masculina vino de la cocina, y sentí mi piel estremecerse al escucharla.
-          ¿Dónde estoy?
-          En casa. De dónde nunca tendrías que haber escapado, Soledad. – Era un hombre mayor que yo, de unos 45 años, el cabello oscuro con algunas canas que parecían plateadas gracias a la extraña luz que llenaba toda la casa, y por las cicatrices que conté en su rostro, debía ejercer alguna profesión riesgosa.
-          Me estás confundiendo con otra persona. – Él se limitó a reír, y desaparecer de la escena para volver a la cocina. Al regresar al living trajo consigo una fuente repleta de frutillas, las puso frente a mí, indicándome que comiera. Me llevé una a la boca mientras él me miraba fijamente.

-          Soledad… ¿Cómo podés soportar todo lo que te hice? 

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