Siempre
consideré a la resaca como un estado que iba más allá de haber tomado unas
copas de más. Era más bien, para algunos, un modo de vida.
Era sábado, 10 de noviembre de quien sabe
que año (nunca fui bueno con el paso del tiempo) y por un espacio apenas abierto de la puerta
de mi habitación se filtraba una pequeña luz que me quemaba los ojos. A mi lado
dormía Martina, que hace muchos años que no me dejaba lidiar con mi vida solo.
En otras palabras, me rompía las pelotas, pero yo igual la quería.
Me levanté, el estómago me rugía y la cabeza
parecía querer matarme, retumbando como tambor a la espera de algo que la
calmara.
Fui al baño. “¡Martina, no hay papel!” le
grité a la pequeña muchacha (156
cm de alto, 10 años menor que yo) pero no tuve respuesta
de su parte. Mi primer pensamiento fue que tenía que ir a comprar papel, y un
antiácido.
Las dos cuadras que recorrí casi
arrastrándome fueron, hasta el momento, lo peor que me ha pasado. El sol pegaba
de frente, y mis ojos libraban una batalla para no cerrarse. Claro,
desgraciadamente los necesitaba para ver. Ese día me enteré que las farmacias
no venden papel higiénico.
Ya en casa, sentado mientras tomaba un café
con la esperanza de que mis neuronas volvieran a funcionar al menos al 50% de
su capacidad, comencé a pensar que mi vida era un estado de resaca permanente.
Y no era por mi costumbre de tomar Campari todas las noches, sino porque todo
lo que hacía tenía ese gusto amargo de la resaca. Ese sol que pega mal, esa sensación
de estómago por explotar, esa boca seca con gusto a nada más que mierda y licor
barato.
Todo lo hacía sin deseos, o pensando en
hacer algo más. Comía mecánicamente, trabajaba odiando lo que hacía y a todos
quienes me rodeaban allí. Le hacía el amor (sacando toda la parte de amor) a
Martina, y no lo disfrutaba. Estoy seguro de que ella tampoco, pero sin embargo
no se merecía eso; y yo tampoco me lo merecía. Nadie se merece vivir de resaca,
ni tampoco soportar a quien lo hace.
Mientras mi mente se sumergía en estos
nebulosos pensamientos, sonó el teléfono. Del otro lado reconocí la molesta voz
de gordo de mi jefe. Si, tenía voz de gordo. Y de estafador, que eran
básicamente las dos cosas que lo identificaban en sociedad.
-
Mirá,
pibito, necesito que hoy te vengas a la oficina
-
Es
sábado, Don Losisero, no trabajo hoy
-
Yo
no te estoy dando lugar a eso, te estoy diciendo que vengas
-
Está
bien, pero déjeme decirle algo primero
-
¿Qué?
-
Váyase
a la mierda.
El
teléfono sonó durante un largo rato, mientras yo aprontaba el segundo café y me
acostumbraba a mi nuevo papel de
desempleado.
Martina se levantó molesta, aún más de lo
normal. Preguntó quien había llamado por teléfono, cuánto café iba tomando, y
si el preservativo de la noche anterior se había roto.
-
Manuel,
tenés una cara terrible
-
Tengo
resaca.
-
¿Sólo
eso?
-
Hace
5 años que la tengo.
Me miro en silencio, y comenzó a recoger todo
lo que había quedado de nuestra noche. Botellas vacías, colillas de cigarrillo,
y alguna que otra de nuestras prendas que perdimos en camino a la habitación.
Me acosté a dormir. Fue la siesta más larga de
mi vida, me desperté sin saber donde estaba, ya era de noche y toda la casa
olía a repulsiva lavanda. Sin vestirme recorrí mi hogar, estaba en un orden
casi demencial y el silencio de cementerio llenaba todo el ambiente, junto con
ese asqueroso olor. Siempre lo detesté.
Al entrar en la cocina, esperando encontrar
allí a Martina envuelta en su pequeñísimo delantal blanco, sólo pude encontrar
una nota.
“Manuel, hoy me di cuenta de que todos estos años
juntos los pasé como quien estudia una carrera que no le gusta, pensando que en
algún momento se va a sacar todo de encima. Supe cargar esa mochila, pero hoy
me cansé de soportarlo. De soportarte. Te quedás solo desde hoy, vos y tu
eterna resaca”.
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