Cada noche que
alguien gritaba a causa mía, ya fuera por placer sexual o por el simple miedo
que yo causaba, me sentía feliz. Estaba convencido de que los aullidos
desgarradores, especialmente de las señoritas, eran mi razón de ser.
Creo que esto había
empezado cuando yo transitaba la tierna edad de 6 años, y mi desamorada madre
me había depositado en una escuela del estado con la excusa de que yo
aprendiese, aunque ninguna escuela enseña lo que realmente importa.
Estábamos en el
recreo, ese pequeño momento de distensión, cuando hacia mi venía corriendo la pequeña
Catalina, esa niña de trenzas rubias y tez tan pálida que la hacía lucir
muerta. Por alguna razón la hice caer, quizás por la maldad misma de un niño de
esa edad, y la muchacha comenzó a llorar y gritar de manera atroz, cual lobo en
la penumbra. Nadie me había visto, por ende nadie me culpó (hoy en día la
divina justicia continúa funcionando de esta manera). Y a esa edad yo ya sabía
que no era como los demás, aunque quizás proclamarse distinto solo te vuelve
uno más, así que digamos simplemente que yo tenía gustos diferentes.
No tenía padre.
Bueno, si tenía, sino el hecho de mi nacimiento resultaría dudoso, pero el saco
de esperma había dicho su adiós mucho antes de que yo le diera la cara a este
mundo.
Mi madre… bueno,
pobre mujer, ella hacía todo lo posible para que yo fuese una buena persona, y
con “todo lo posible” me refiero a que no hacía absolutamente nada. Ella
trabajaba todo el día en algún oficio que no recuerdo, y yo vivía prácticamente
solo con una mujer que me cuidaba y me maltrataba a su gusto. Y quizás fue por
eso que quise vengarme de ella…
Se llamaba Elsa,
tenía unos 65 años de amargada. Una tarde llegó a casa a la hora de costumbre,
y al comprobar que mi madre no estaba, me llamó al grito de “vení, hijo de
puta”. Yo fui a su encuentro sonriendo, con las manos en la espalda, y ella me
miró severa.
-
¿Qué tenés ahí, pendejo?
-
Un regalo para vos, Elsa… - llevé las manos hacia
delante, descubriendo una enorme araña de largas patas, negra como la noche. La
gorda mujer saltó hacia atrás cuando yo la arrojé contra su cara, al compás de sus
gritos que fueron música para mis oídos.
Elsa salió corriendo de casa, y tuve que inventarle alguna excusa a mamá
por su extraño abandono hacia un pequeño ángel como yo.
Cuando cumplí 17 años,
me encontré ante mi primera vez con una noviecita del barrio. Marianita, tan
dulce y pequeña, a sus recién cumplidos 14 años había decidido entregarme su santidad
de virgen, y yo no pensaba desaprovechar la oportunidad de quitarme el cartel
de virgo de la frente.
Esa noche descubrí
otro tipo de gritos, los profundos gemidos de placer de una mujer… y entendí
que ese era mi otro motivo de vivir.
Con el paso del
tiempo me fui dando cuenta de que yo solamente era una persona con unos
exóticos gustos, que disfrutaba del sufrimiento ajeno… ¿Acaso eso estaba mal? Si
en la tele lo hacía todo el mundo, y eran aplaudidos, ¿Por qué no podía hacerlo
yo?
A los 21 años me
fui de casa, no necesite permiso ni excusas, mamá me puso las valijas en la
calle encantada. Conseguí un pequeño departamento que pagaba con favores al
dueño, realizaba limpiezas, fletes, y diversos trabajos marginales con tal de
mantener ese 7mo B en la calle Suipacha.
Mis vecinos no eran
nada especial, una vieja de edad indescifrable, una joven pareja con un
insoportable bebé que lloraba día y noche, y un muchacho que se dedicaba a la
música, que por amor al arte tocaba la batería hasta las 5 de la mañana.
Sin embargo, todo
en mi vida iba viento en popa desde ese día que había decidido arrojarle la
araña en la cara a Elsa.
Un día salí a buscar
un trabajo digno, no había estudiado y sino hubiese sido por las bastas
insistencias de mi madre, tampoco hubiese terminado el secundario. Dadas mis pocas
habilidades, mi único don no me iba a dar un trabajo, a no ser que me volviese
actor porno.
Un viejito italiano
me empleó en su panadería (obvio, era tano, no podía ser otra cosa que
panadero). Eran varias horas junto a un horno caliente, pero me daba suficiente
dinero para comer, pagar el alquiler, y alimentar mis vicios, que no eran
tantos; pero si eran caros.
Mi vida era
excelente, incluso esta nueva ocupación había alejado mi mente de mis extraños
gustos, y ya no sentía tanto la necesidad de oír un grito de mujer, o de algún
pequeño niño.
Una noche, Lorenzo
(mi jefe) me llamó pidiéndome ayuda, los dueños de un restaurante habían
encargado una gran orden de pan para el día siguiente, y el anciano no podía
solo con todo. Me subí al auto que me había podido comprar gracias a los
ahorros, y partí hacia la panadería ubicada sobre Bv. Gálvez, la famosa 9 de
julio…
Trabajamos
aproximadamente 6 horas y cuarto para terminar el enorme encargo, Lorenzo me
dio un pago extra y una gran bolsa de tortitas negras, y me agradeció por
ayudarlo. Subí al auto para volver a mi departamento, mientras comía.
Eran las 6 de la mañana,
todavía no aclaraba y hacía algo de frío, no había nadie en la calle.
No se cómo
sucedió, supongo que fue cuando me distraje para comer una tortita, no tuve
tiempo de reaccionar al auto que venía en contra mano directo hacia mi.
Tuve tiempo de ver
a la persona que manejaba, rubia, de tez tan pálida que parecía muerta… pero
solo aparentaba, porque su accidente estaba tan bien preparado que salió ilesa.
Era Catalina, y
como nadie la vio, nadie pudo culparla… la divina justicia funcionaba de la
misma manera que en los tiernos días de nuestra infancia, cuando yo me desquité
con ella, y pude entender, que esta era su venganza.
Huyó tan rápido
como yo huí esa mañana en el jardín, y pensé en mis últimos momentos de
claridad que, por fin, mis vicios me habían venido a cobrar.
Muy buen relato!!!!
ResponderEliminarQue grande Catalina